Caracas malandra

Cuando pensamos en la Ciudad de Caracas hay un barullo en la cabeza que se asoma, una buseta que nos ensordece en la Baralt, el humo que nos ahoga en la Urdaneta o una moto que nos pone suspicaces en Petare. Luego, podemos pensar en el celaje de loros, el escandalo de guacamayas, el atardecer distinto a cualquier otro que los viejos se empeñan en llamar “el sol de los venados”, o en la mañana fresca de cielo y verde intenso. Pero hablemos claro, uno a veces piensa que se vive en el infierno mismo, con la esperanza de que sea el resquicio al paraíso que puede ser esta ciudad si uno se toma un respiro y la voluntad de pensarla.

Irazabal F. Vista aérea de Plaza Venezuela, 1968

Pero cómo tomarse un respiro, si se lo pueden arrebatar, o cuando menos jamaquearlo de un lado a otro como flor de autopista. Justo cuando se toma valor para llegar a algunos de los sitios interesantes de la ciudad, cruza por su mente el metro, la camioneta, el centro, la inseguridad y nos hallamos de nuevo en la confortable caverna o en los sitios de costumbre. Nos hemos empeñado (y no es difícil) en ver y acentuar el lado oscuro de Caracas, que, sumado a la situación actual del país, se convierte en una “sucursal del pandemónium”, que persuade la idea de redescubrir los seductores escondrijos de esta filosa metrópoli.

Autor desconocido, Patio de llegada del Metro de Caracas, 1983

Esta ciudad, enmarcada por una montaña que nos separa del Caribe, un valle bordado por colinas que se convierte en un retrete cuando llueve, cruzada por decenas de quebradas que van muriendo pestilentes debajo de cientos de edificios grises y maltrechos, para desembocar en la extravagante lujuria-verde-contaminada que es el Guaire, que atraviesa como espada de Damocles barrios ricos y pobres y se los lleva a todos cuando le viene en gana, esta ciudad que “aguacera y desguaza” sin prejuicios las casas en sus laderas; que placidamente sonríe como niña, a veces se encabrona como ninguna y manda rayos y centellas, ese es su encanto justamente: una personalidad particularmente extrema.

No es Parque Central, ni las Torres del Silencio, ni los distribuidores o las parques que calman los quehaceres de la gente, ni ninguna maravilla arquitectónica. Esta ciudad tiene una personalidad formidable. No es majestuosa en sí, ni la odalisca de nadie, más bien es como esas chicas de pelo largo, juguetonas y fatales, que ha dejado los vestidos por minifaldas y los carruajes por una moto, con el encanto de la ingenuidad y el furor de una ebria que arremete contra cualquiera. Así, sus habitantes, arrastrados por la riqueza de sus curvas y los fajos de billete que le arroja este centralizado país, se dejan llevar por la Caracas que disfruta de las disputas políticas tanto como las caimaneras de beisbol, el malandreo del barrio y que le acomoden su rancho ingenieros y arquitectos que no tienen título que enmarcar, ni lo necesitan.

Osorio, Gabriel Disturbios 2003

Caracas ya no es esa niña angelical, de colinas sonrojadas colmada de casitas, ha crecido rebelde y malandra, con ese atractivo de las chicas malas. Y ese ha sido nuestro camino como caraqueños, gobernantes y ciudadanos la hemos criado mal, y nos hemos encargado de convertirla en la gran prostituta del país y Latinoamérica, en la que cualquiera monta su tarantín sin preguntar siquiera, conducidos por esta villana a la destrucción de su propia estirpe. Nuestro desorden urbanístico tala y quema montañas para montar las casas del material que buenamente puedan costear los padres de familia, seguimos echando pestes al Guaire, comiéndonos el Ávila, y con ello el clima fresco y la belleza que presumía esta niña bonita.

Esta ciudad se amontona sobre sí misma y las autoridades acaban con los pocos espacios que sobreviven para apilar viviendas, alzar edificios, levantar elevados donde ni siquiera hacen falta; el paisaje de esta ciudad, de por sí caótico, se enturbia transformando espacios de encuentro que pueden ser para muchos, en estancos para pocos, privilegio que pudo haberse planeado (y no ha quedado otro remedio) en las laderas que consume el barrio descontrolado, en el que crecemos sin una cancha, sin un parque, sin una escuela. Pero el venezolano de costumbre se adapta a este paisaje: la carretera con un pipote de cemento y un aro se convierte en la cancha para jugar básquet, las platabandas de las viviendas, con cuidado de los bordes, es un campo de juego para niños y volar papagayo, los que pueden toman el espacio necesario para crear su solar y sembrar algún cultivo que les recuerde la fertilidad de esta tierra.

Maris, David El Nacional

Techo con techo, paredes rojas una contra otra, familias enteras que se apilan unas sobre otras en espacios ínfimos en el que no cabe la intimidad, los vecinos que no se atienen a ningún tipo de ley y se permiten colocar música a todo volumen el fin de semana completo; el trabajador, el que estudia, el recién nacido, el que lleva vida diurna se torna un insomne, sin más armas que su paciencia y la maldita costumbre que puede más que la rabia, pues el dueño del sonido estrepitoso suele ser el malandro del barrio. Y como tantas otras actitudes a las que nos ha llevado un país sembrado con pocas posibilidades de justicia y orden, nos unimos al barullo, a la rumba, así como nos unimos al bachaqueo, a la inconsciencia de tomar el autobús y pedir la parada donde nos dé la gana, pasar a mil en el semáforo cuando está en rojo, detener el auto en el rayado, llevar sin casco más niños y adultos en una moto de los que la muerte puede cargar consigo, arremeter contra todos en el ferrocarril por conseguir un puesto, pelear por una harina, un desodorante, un papel higiénico, y todas esas cosas que nos hacen menos venezolanos, que nos alejan de cualquier esperanza de mejorar esta ciudad, antes de que se convierta en el “monte y culebra” que se ha jactado de no ser.

Dónde haremos ranchos cuando no quede montaña por arrasar, a cuál quebrada echaremos nuestra mierda cuando no haya más agua que se la lleve, qué vida podremos llevar sino nos organizamos y respetamos, sino nos exigimos una manera de vivir con normas y reglas, que nos garantice en el futuro una leona que nos soporte como esta, con esa encantadora locura que puede arrancarnos más sonrisas y suspiros que la vida misma.