Después del 30J ¿una nueva etapa?

Después del 30J ¿una nueva etapa?

En mayo de 2007 las manifestaciones populares colmaban las calles y le decían NO al Gobierno de Hugo Chávez quien, acercándose a su primera década en el poder, radicalizaba su modelo de izquierda, cercenaba la libertad de expresión y mostraba los colmillos de un sistema al que poco le importaba el cumplimiento de la ley y el respeto por la institucionalidad democrática. Eso, en verdad, no era motivo de extrañeza proviniendo de alguien que había violentado sus compromisos básicos desde la Fuerza Armada al intentar dos golpes de Estado. Sin embargo, muchos habían creído en sus promesas y le dieron la oportunidad de ser Presidente de la República por elección popular, y para 2007 todavía una alta porción del país apostaba por su gestión.

Ese mismo año Chávez llamó a un referendo con la intención de hacer cambios en la Constitución que él impulsó en 1999, con los cuales buscaba instaurar el socialismo como sistema económico, desmontando las bases de la propiedad al intentar suprimir de la Carta Magna enunciados como este: "toda persona tiene derecho al uso, goce, disfrute y disposición de sus bienes".

En ese momento el voto popular le repitió claramente el NO que ya las calles le venían anunciando y la reforma constitucional no prosperó. Según Chávez, se trataba de una “victoria de mierda” de quienes se oponían a su propuesta de cambio, por lo que buscó otras vías, como los poderes habilitantes que recibía sin cuestionamientos de la Asamblea Nacional, para avanzar en la imposición de lo que fue le negado en las urnas electorales.

Diez años más tarde, con las calles repletas de manifestaciones y protestas, y con el país sumido en una crisis sin precedentes en los planos económico, político y social, Nicolás Maduro intenta instaurar un nuevo cambio constitucional en el país mucho más profundo que el propuesto por su antecesor.

Desde diciembre de 2015, cuando las elecciones parlamentarias le dieron la mayoría de la Asamblea Nacional a la oposición, Maduro ha recurrido a todos los vericuetos posibles, en especial a través del Tribunal Supremo de Justicia, para desconocer ese resultado y anular al Parlamento. En medio de este cuadro, con la legitimidad de su mandato en entredicho, Maduro pretende disolver todos los poderes públicos constituidos, iniciar la persecución y el encarcelamiento de los líderes opositores que han encabezado las protestas en su contra y refundar el Estado por la vía de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), como ha sido ratificado en múltiples ocasiones por diversos voceros del oficialismo.

Y todo esto desoyendo a alrededor de 7,5 millones de venezolanos que, tras tres meses de protestas continuas en todo el país, acudieron a una consulta popular el pasado 16 de julio y le dijeron NO a la ANC, un proceso que fue convocado por Maduro violentando los preceptos legales para su activación, que presenta severos vicios desde sus bases y que ha estado acompañado por amenazas del Gobierno a los empleados públicos y beneficiarios de programas sociales para hacerlos votar, lo que siembra dudas sobre su transparencia.

Sin embargo, la consulta popular sí tuvo impacto internacional y a partir de ella varios países, incluyendo a Estados Unidos, dijeron que aplicarán sanciones severas si la Constituyente se instala desconociendo la opinión de la población.

Tomando en cuenta la conducta histórica del chavismo, resumida someramente en estos párrafos, es de esperarse que este 30 de julio se realice la elección y que la ANC se instale a más tardar el 3 de agosto en el Salón Elíptico del Palacio Federal Legislativo, marcando el fin de la institucionalidad democrática como existe actualmente.

Es decir, que a partir de agosto se iniciará un nuevo ciclo en la vida nacional donde la cúpula del chavismo concentrará todos los poderes, sin rendición de cuentas ni la obligación de hacer solicitudes ante formales ante otras instancias para verificar, entre otras cosas, los términos y la conveniencia para el país de contratos públicos y otras operaciones que comprometan patrimonialmente a la nación, algo alarmante dados los altos niveles de corrupción reportados a lo largo de 18 años del chavismo en el poder mientras todavía existían instituciones contraloras de su gestión.

Como parte de este historial destacan las estimaciones de Jorge Giordani, quien fue ministro de Planificación de Chávez, según las cuales durante los primeros 13 años del control de cambio se malversaron alrededor de 300 mil millones de dólares. Por otra parte, se calcula que entre 2004 y 2014 -debido a manejos dudosos de Petróleos de Venezuela- se perdieron unos 11 mil millones de dólares.

En esta etapa que está por comenzar se dictarán las bases de los futuros procesos de elección de autoridades regionales y nacionales en el país, unas retrasadas desde 2016 y las otras cuestionadas tras haberse intentado un referendo revocatorio contra Maduro que jamás prosperó gracias a las dilaciones del oficialismo, creando un panorama incierto sobre su naturaleza y sobre el ejercicio del poder en esas instancias, en especial si se ha señalado que los líderes opositores serán inhabilitados políticamente imposibilitándoles participar.

Este nuevo ciclo comenzaría con más de 82% de la población sumida en la pobreza, con la inflación anual cercana a los cuatro dígitos, con niveles críticos de escasez en productos básicos como alimentos y medicinas, con una recesión económica que en 2017 cumplirá cuatro años continuos y con una severa crisis en las finanzas públicas que se agravaría aún más si Estados Unidos decide suspender las compras de crudo venezolano. Esta acción, según cálculos de Ecoanalítica, implica una pérdida de ingresos cercana a los 11 mil millones de dólares para un país que sólo en el segundo semestre de 2017 está enfrentando pagos de deuda por unos 5 mil millones de dólares.

Es decir, que a partir de agosto se iniciará una etapa donde se espera el recrudecimiento de la represión, con mayor deterioro económico y social, lo que terminará acrecentando la inestabilidad. Lo más grave de este cuadro, de por sí poco alentador, es la posibilidad de que la supresión del derecho a la protesta ciudadana dé paso a otras formas de manifestación del rechazo a la gestión oficialista más cercanas a la violencia, lo que terminaría de comprometer la sostenibilidad del sistema en un escenario altamente costoso para la sociedad.