El éxodo de las palabras

El éxodo de las palabras

El éxodo trae sus palabras, Caracas es un pueblo grande decía Mamá o Maíta, la de todos, la que la jerarquización familiar dispone, ya que la propia es mami, la de uno. Estoy seguro de que todos los hogares de Caracas que se iniciaron de esta manera tienen su propia familia de palabras, traída con tierra y sol de otros lares.

Carlos Eduardo Misle (Caremis), Sabor de Caracas, Banco de Venezuela, Caracas, 1980.

Aún retumban aquellosgestosverbalizados en las paredes de la casa del 23 de Enero, hogar de mi familia que se mudó del oriente del país en los años 70, de un pueblo desaparecido llamado Mundo Nuevo, cuya referencia geográfica es algo entreCarúpano y El Pilar. Aún recuerdo el grito espetado: “¡Esa puerta escarranchada mijo! ¡entrejúntala!”, gritoqueesparrancaba los sentidos y hacía entender perfectamente el lenguaje de la abuela.

Así, cuelgan del imaginario infantil palabras como muérgano (que parece provenir de una deformación del nombre que se le daba en inglés a los terribles seguidores del capitán Morgan) o culero, cuando alguien molestaba de más, esguañingarse y eschavetarse para los objetos que se hacían añicos o se averiaban, bachaco para los que tienen rasgos afrodescendientes pero son pelirrojos o catires. Especial mención para las antítesis orientales como “¡ese gato perro!” cuando el animalejo lograba robarse alguna presa de la mesa, o “la verdura está aguá”, cuando en realidad se hundía en la olla de sopa como una piedra, gigante al cambur titiario y si algo está “jecho”, ¿qué les viene a la mente? pues un fruto arrancado de la mata sin aún haber madurado.

Igual quedan en el recuerdo palabras a las que nunca vi un uso práctico más que en la remembranza de abuelos y mayores, costumbres y hechos que se quedaron en el campo y que anidaron en Caracas como dichos y frases. Llegué a escuchar por ejemplo: “Con puerta abierta mejor el soberao", especie de ático del que colgaban camas para los que dormían en el campo, pues las casas no solían poseer puertas y las bestias podían atacarles de noche. O “los tiestos no salen a las cazuelas”; los tiestos, trozos del aripo (versión en barro del budare), eran usados para asar arepas al borde del fogón cuando este se quebraba ante la insistencia de la candela, a pesar de que no fuese lo mismo que cocinar con el artefacto entero, así, por ejemplo, cuando los hijos salían distintos al acervo de los padres se usaba esta frase. En el caso de los que solucionaban las cosas con "trapitos calientes" podía escuchar: “¡Más sinvergüenza que lavar con parapara!”, ya que esta semilla era jabonosa y producía espuma pero en realidad no limpiaba. También estaba la costumbre de pasar frente a las casas saludando mientras se agregaba una “o” alargada: "¡Adiós mujeó! ¡Elibertaó! ¿cómo está comae?"

En casa las malas palabras parecían no tener lugar, se usaban sus versiones caseras más digeribles para todos. Por ejemplo, el orden de la abuela se regía por sus bojotes, los cuales no debíamos jurungar pues la sacábamos de quicio y si continuábamos con el relincho, nos mandaba un chancletazo. En caso de que el cabeza e’ ñame del abuelo llegara jumo luego de haberse emparrandado con la quería, la abuela agarraba una calentera que ni la Virgen del Valle lo salvaba. También estaba el tío tibiero, que de vez en cuando agarraba sus tibieras y se la pasaba de mal humor a causa del sobrino perezoso al que llamaba guate 'e pato.

Por otro lado, La Cocina, dominio de Mamá, era especialmente misteriosa, palabras propias y personales como la greca para hacer el café o la panita, ollitas viejas y deslustradas, algunas de peltre, donde la abuela humedecía la avena con agua del tinajón y los niños jamureábamos con leche, azúcar y a veces canela, clavos, vainilla y demás de la alacena para armar el menjurje y empatucar todo. En la pana mayor de hierro curao confluían la vitualla, la vianda, el compuesto y las presas para la tradicional sopa del domingo, previo ritual de beneficiar a la gallina si era el caso. La medicina, en cambio, era campo del abuelo, el querosén no podía faltar para frotarlo sobre el maruto con el fin de calmar los dolores de barriga y las lombrices o sacarle el frío a una herida, costumbres que por cierto ya realizaban nuestros indígenas con el mené que manaba de la tierra; los nietos también llevábamos nuestra parte, pues debíamos encontrar en los matorrales del 23 múltiples plantas medicinales, desde tijereta para emplastos hasta saúco para el guarapo, mientras el abuelo armaba la lista de los ingredientes y recreaba las curas que recetaba el curioso en Mundo Nuevo.

En Caracas, antier y enante confluyen a través de las palabras en las casas del éxodo, ya sean del llano, de los andes, de occidente, del centro, de oriente o de los pueblos indígenas, Caracas amalgama desde el na'guará hasta el vergación, una ciudad con acento a país, con una chorrera de palabras que por necesidad o aventura tuvieron que salir de sus localidades para refugiarse aquí y sobrevivir en el metro, en el barrio, en el día a día, o bien, como un lenguaje propio que deja confusos a quienes lo escuchan fuera del laboratorio familiar. En cualquier caso, es una herencia que no debemos dejar caer en desuso, las palabras del éxodo de nuestros abuelos.